25.1.13

CONCIERTO

El concierto amanece una mañana en casa o una tarde volviendo a casa porque antes no viste los carteles en un pirulí o en el anuncio de una página web. El simple nombre en grandes letras genera un alud de notas que se te vuelcan en la cabeza de golpe. Nombres, caras, fechas que dibujan una burbuja ilusionada. Iremos al concierto.
Llega el día, se acerca la hora. La euforia chispea en la mirada, es la chispa divina del concierto. Es tan frágil, tan efímera, hay que correr hacia el concierto, llegar a la puerta, sacar la entrada, entrar, reír, hablar, beber, antes de que la chispa muera, transportados por una nube fosca y eléctrica que descargará relámpagos (ya lo sabemos) en cuanto la música empiece.
El escenario se oscurece. Amenaza trueno. Sonido. Luz.
Se va haciendo compacta poco a poco la masa esponjosa del público, creciendo poco a poco empujada por la la levadura de la música y la cerveza.
Amo esto, adoro esto, cómo te golpea el pecho. Se olvida todo entonces, ya no hay yo, ya no hay tú, ni calor, ni sudor, ni cansancio, sólo música, marea que galopa por encima de ti. Tus sentidos ceden al concierto. Miras a tu alrededor, marea de caras y de cogotes. Euforia. Te alza la ola, te eleva en su cresta de sonido doloroso y entre las cabezas vislumbras quizá una guitarra, una silueta bañada de azul, o de rojo.
Amo esto, adoro esto, sudar, saltar, otra cerveza, vaivén de risas. Que vuelvan a salir, bises hasta el infinito, dejarse ir.
Y qué pena cuando ya no se puede más, porque podrías, podrías aún. La gente se tensa en ese momento acalorado rodeada de otra gente tensa y asida al ruido como un asa sólida. Sudas, cansada y tensa, asida a la música que aún sigue. Podrías, puedes aún, lástima que el sonido se apague, lástima.
El tiempo entonces se pone de pie y echa a andar como un niño pequeño, y se hace el silencio: qué pena. Aplausos, voces, luces, pitidos en los oídos, fin.
Se acabó el concierto.

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