10.10.10

FRAGMENTOS DE UN CUBO BLANCO


A medida que el modernismo envejece, el contexto se convierte en el contenido.

Los sistemas, al ser más fáciles de entender que el arte, dominan la historia académica […] El progreso se puede definir como aquello que ocurre cuando se elimina la oposición.

Ahora el espacio no es sólo allí donde ocurren cosas; las cosas hacen que ocurra el espacio.

Igual que los “sistemas” fueron una obsesión del siglo XIX, la “percepción” lo fue del XX. Media entre los objetos y la idea y los incluye a ambos.

En su aspecto más serio, la relación artista/público se puede ver como la prueba del orden social mediante proposiciones radicales y como absorción de esas proposiciones por el sistema de apoyo (galerías, museos, coleccionistas, incluso revistas y críticos) evolucionados para intercambiar éxito por anestesia social.

Un gesto es antiformal (en contra de la aceptación de que el arte reside dentro de su categoría) y puede estar enfrentado a la suave teleología del resto del trabajo de su perpetrador. Un artista no puede hacer una carrera sólo de gestos, a menos que, como On Karawa, su gesto repetido sea su carrera.

La escena artística en cualquier gran centro es siempre una necrópolis de estilos y artistas, un columbario visitado y estudiado por críticos, historiadores y coleccionistas.

Fragmentos de Inside the White Cube, de Brian O'Doherty. (La traducción es mía).
White Cube; 1998; Instalación en la galería Orchard, Derry, Irlanda del Norte. Patrick Ireland (Brian O'Doherty)

11.5.10

LOS OTROS

Había que callárselo todo. Mil veces a mi alrededor la gente se preguntaba cosas, cómo se llamaba esto o lo otro, dónde estaba tal o cual sitio, quién era un personaje determinado, cómo se hacía algo, y la mayoría de las veces yo sabía la respuesta pero me callaba. Jamás se me habría ocurrido decirla, porque comprendía que lo normal era no saberla, lo normal era ser ignorante y preguntarse cosas, y no ser un empollón y saberlas. Lo normal era pertenecer al grupo de “los otros”, la gente interesante, los malos, los traviesos, los divertidos, el pelotón de los torpes. El empollón era un ser sospechoso y repipi del que había que apartarse y al que se hacía el vacío, un apestado, un chivato, uno que se había pasado al enemigo (los profes), o era un llorica, o un pelota, o un cobarde, o directamente un bicho raro.
Y desde luego en clase había cobardes, y repipis, y pelotas, y chivatos, y bichos raros... Pero el grupo de los que eran despectivamente calificados como “empollones” incluía a muchos injustamente marginados: niños tímidos, niños y niñas a los que les gustaba de verdad aprender y se les daba bien todo, niños y niñas reservados o poco sociables, niños más débiles físicamente o sensibles o con capacidades artísticas, niños que amaban la lectura y se expresaban con una corrección que los demás no encontraban normal, niños solitarios, niños tristes.
En la barahúnda del recreo con su griterío futbolero y los chismes de las marisabidillas, esos niños se quedaban siempre a un lado, sin decir nada, escuchando a los demás y sufriendo al ver que “los otros” aprovechaban cualquier excusa para llamarles empollones, reírse de ellos y martirizarles.
Algunos se acostumbraban tanto a callar y reprimir sus instintos que ya nunca más abrían la boca y se convertían en seres grises y anulados. La jauría, el pelotón de los torpes, los que luego de adultos reivindican con orgullo sus días escolares (“yo no era un empollón”, “odiaba a los pelotas”) fueron disgregándose e integrándose mansamente en el rebaño de los consumidores que pagan su hipoteca y malcrían a sus hijos, y no recuerdan haber maltratado nunca a nadie. Así son las cosas.

30.4.10

ESCENA MUDA


Hacía sol, y sin embargo de repente empezaron a caer unos goterones grandes y sueltos, que luego fueron arreciando hasta convertirse en un fuerte chaparrón. Pero seguía haciendo sol. Los ciclistas llevaban el pelo mojado, los peatones cruzaban a la carrera, había algo de travesura en sus gestos.
El autobús subía lentamente por el paseo soleado, parándose en cada semáforo. Los árboles tenían un color muy tierno, un verde primaveral, refrescado por la lluvia. Y entre las ramas se colaban los rayos de sol en un juego encantador de luces y brillos.
Las dos mamás jóvenes estaban con sus paraguas en los jardines del centro del paseo, una con una niñita en brazos, otra con un niño en un cochecito. Se habían parado a mirar el espectáculo y los niños palmoteaban, felices. Las mamás se balanceaban al unísono, siguiendo el mismo ritmo, y cantaban. No hacía falta oírlas para saber lo que cantaban: “Plou i fa sol, les bruixes es pentinen...”

3.4.10

SÁBADO SANTO


Estábamos tomando algo sentados en la mesa de un bar. De la calle llegaron de pronto gritos y bocinazos insistentes de los coches. “¿Qué ha pasado?”, preguntamos, sin saber muy bien a quién. El hombre que estaba detrás del mostrador se agachó y sacó un trozo de tela grande, muy doblado, que desplegó con un gesto amplio de los brazos. La tela era roja, toda roja. “Que lo han legalizado”, dijo, con la voz llena de emoción. Saltaban, se abrazaban.

Roberth Motherwell:Elegy to the Spanish Republic 126,1965-1975

12.3.10

A PESAR DE TODO

La esperanza es una flor tenaz. Renace entre los escombros. Se abren sus pétalos a pesar de todo, bajo capas y capas de tierra, basura, humus, residuos, restos, sobras, desechos, lágrimas, gestos furtivos, dolor, ignorancia, acoso, mañanas grises de invierno, nevadas, apagones, resistencias inútiles, mensajes tranquilizadores, gritos inoportunos, verdades trascendentales perdidas en una hojarasca de papeleos... A pesar de todo ello o precisamente por todo ello, por las ocultaciones y las intemperancias, por los recuerdos y los olvidos, por las ansias y los espejismos, siguen naciendo pétalos en esa flor tenaz. Rápidamente, los humanos reivindicamos nuestra realidad, la que imaginamos y sentimos y somos incapaces de demostrar, con un entusiasmo y una ferocidad que sorprenden. Es más real para nosotros que cualquier cosa que suceda de verdad. Fervorosos, nos aferramos a lo que creemos que tenemos, a lo que creemos que somos. Desde fuera resulta un juego vertiginoso, aterrador, cuando se expresa públicamente, cuando los papeles que se representan son estelares (el presidente que cree salvar el mundo, el creyente manifestándose con el corazón henchido de ofensa y susceptibilidad en defensa de una mentira gigantesca que ha engullido su vida, el artista que cree en los gestos vacíos y caducos de un arte que considera suyo y que no representa nada, el ciudadano justo que cree defender una causa justa, el vocinglero que cree legítimo llamar la atención...)
Sin embargo ahí está, con sus pétalos recién abiertos, ahí sigue, intacta, con la que está cayendo, esa flor tenaz.

(Obra de Jorge Perianes)

27.1.10

EL PUENTE

Hay un puentecito de piedra sobre el río. Llueve y es verano y la tormenta ha sorprendido a los chicos en pleno campo. Corren felices y mojados. Es tarde, llegan tarde al colegio y el aliento forma una nubecilla al salir y la cartera pesa y las rodillas están rojas del frío. Alguien tira furtivamente algo desde el puente, a oscuras, un anochecer neblinoso o lluvioso o frío y gris. Una colilla, una carta arrugada, un paquete misterioso. El musgo ha invadido las piedras y arriba se oye el taconeo que se aleja, tras-tras, tras-tras. Una bicicleta desvencijada traquetea. Cesa de llover y salen a buscar caracoles con botas de agua y con impermeables de lona encerada y vuelven ya oscurecido a la luz de la linterna con las manos manchadas de baba brillante y las bolsas repletas. La tormenta de granizo rompió los brotes verdes y los desparramó por el suelo. Inundó los hormigueros y se llevó muy lejos sus depósitos repletos de hojas y semillas, y los excrementos de las cabras.
Bajo el puentecito de piedra se acumula el musgo y hay remansos donde el agua también lleva un vestido verde y viven los zapateros con sus zancos. Por encima del puentecito de piedra pasa una bicicleta desvencijada, pasan unas muchachas cogidas del brazo, pasa una moto, pasa un coche, pasa un hombre que silba con las manos en los bolsillos y tira una colilla, pasa un niño con su cartera camino del colegio, pasa una niña con el vestido recogido y el halda llena de cerezas, pasa un padre con un niñito subido a los hombros y contemplando el mundo desde esa atalaya feliz y segura, pasa una mujer corriendo aterrorizada, corriendo feliz y sonrojada, corriendo seria y concentrada, corriendo porque llega tarde.
La tormenta que ha ido fraguándose todo el día descarga con fuerza, pero ya se adivina el aire ozonado y limpio que dejará después y se respira mejor, a pesar de la inminencia de las ramas tronchadas y los arroyos que inundarán hormigueros y madrigueras.
Llueve sobre el puentecito de piedra y se moja, llueve otra vez, se seca, se vuelve a mojar, se vuelve a secar. Se hiela y reverdece, la niebla lo envuelve y de nuevo lo seca el sol. Se podría hacer una película en la que apareciese sólo el pequeño puente de piedra sobre el río, un pequeño fragmento de tiempo, de eternidad, por el que pasan las gentes, pasan sin cesar y nunca dicen nada. Sería bonito ver a los niños con sus caracoles, a la niña con sus cerezas, a la mujer que corría, al hombre que silbaba.

Rembrandt van Rijn, "Paisaje con un puente de piedra", 1638

12.1.10

ESTO ES EL SILENCIO

John Cage decía que el silencio no es ausencia de sonido, sino el conjunto de sonidos anárquicos, no deliberados, de la vida que nos rodea. Esos ruidos accidentales componen nuestra banda sonora.
Una tarde cualquiera de verano, a la hora de la siesta, en esta casa, en esta calle por la que no pasan coches, se oye de fondo esa banda sonora amortiguada. Desde el patio: dos radios o televisiones superpuestas, una con música ratonera, otra con una locutora que no para de hablar. La voz de Mahmud, el encargado de la pensión de abajo, que habla con alguien en árabe, trastea, luego pone la lavadora. Las campanas de la catedral.
Desde la calle: golpeteo de martillos y el chirrido de una radial a lo lejos, desde la obra de la casa de al lado. Una moto que pasa. Unos bajos (sólo los bajos) de una música machacona.
Una mañana cualquiera después de Navidad, en esta casa, en esta calle por la que no pasan coches, con los niños en el colegio, los adultos en el trabajo y los turistas en sus casas, ahora que es invierno y las ventanas están cerradas, se oye respirar a la propia casa: el zumbido monótono de la nevera, los leves chasquidos de la estufa, un ronroneo lejano que es la lavadora de algún vecino centrifugando, los crujidos de la vigas al caminar los vecinos de arriba, otro zumbido monótono, en otro tono, que es el ordenador encendido, mis dedos al teclear...

Esto es el silencio.