7.10.06

EL TIEMPO DEL RELOJERO

Es difícil para mí comprender otro tiempo humano: por ejemplo, el del relojero.
Por ejemplo, el del monje que caligrafiaba con minuciosa precisión o iluminaba con precisas pinceladas de color un solo códice (o una parte de un códice) durante toda una vida, mañanas y tardes, misas y maitines, comidas y ayunos, duros inviernos y soporíferos veranos, crepúsculos y mediodías ardientes, horas y horas y horas y horas y horas...
El del maestro pintor, ese pintor realista que afila los lápices para captar un segundo que se le escurre entre los dedos (el sol que se cuela entre las ramas de un membrillo) y lo intenta día tras día, segundo a segundo, mientras los membrillos crecen y engordan, maduran y caen y se pudren al fin ( y vuelta a afilar los lápices, a extender los colores en la paleta con parsimoniosa lentitud).
El tiempo del relojero también debe de ser algo curioso. No puede ser uno solo, una sola medida de las horas. Los relojes se atrasan, se adelantan, llevan vidas diferentes. Unos están en Tokio y es por la tarde. Hay un crepúsculo gris lleno de pequeños coches y anuncios luminosos. Empieza la animación de un karaoke. Miles de personas se apretujan en los vagones del metro. Otros están ahora en Bangladesh y es por la noche. Otros en Toronto y amanece en las cumbres de los altísimos rascacielos. Y aquél que se paró hace un mes, hace dos años, hace cien años. Entonces eran las cuatro y catorce minutos, y lo siguen siendo indefinidamente.

Ilustraciones: Moralia in Job, S. Gregorio Magno, c. 1111 (Biblioteca Municipal de Dijon)

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