LA CAZA (II)
Los
hombres han ido muriendo uno a uno de formas misteriosas e
incomprensibles. De pronto, ya no somos sino un puñado de marineros
aterrorizados los que nos abrimos paso a machetazos por entre la
vegetación húmeda y pútrida, que exhala un vaho de ciénaga,
pestilente y oscuro.
Intento
razonar con Fleury. Que me explique el motivo de esa tozudez
irracional que nos empuja a seguir adentrándonos más y más en la
isla. Moriremos todos, le digo. Él no me hace caso. El rey Wezi nos
espera, dice, alucinado, como un hombre que ha perdido la razón. En
cuanto lo encontremos todo irá bien; en nombre de su Majestad,
debemos seguir. Sé que nos conduce hacia la muerte, que Wezi nos ha
tendido una trampa mortal. Ojalá pudiera disuadirle, pero no quiere
escucharme.
Oímos
un grito desgarrado más, allá al fondo, y otro más de nosotros
desaparece sin dejar rastro, y el terror es ya tan profundo que toda
serenidad desaparece y nos lanzamos a una loca carrera hacia ninguna
parte, gritando como enajenados y arrancándonos a manotazos las
extrañas enredaderas y ramas que se enroscan en nuestro cuerpo.
Oigo
a Fleury berreando como un poseso, a mi espalda, y no entiendo lo que
dice. Sigo corriendo, corriendo, hiriéndome con las ramas que me
azotan el rostro, hasta que de pronto me doy cuenta de que no se oye
nada más que mi propia lucha contra la vegetación, mi propia
respiración agitada. Ni un grito. Ni un solo ruido. Ni la voz de
Fleury. Dios mío, estoy completamente solo.
Levantando
la cabeza del último de los demonios blancos, que tiene cogida por
el pelo, Akele lanza un rugido de triunfo. Imba y los demás lo
corean desde lejos, y luego se van acercando. Las exclamaciones de
alegría, los saltos y las cabriolas son frenéticas. Qué fácil ha
sido perseguir y dar caza a esos demonios torpes y ruidosos que andan
por la selva como jabalíes heridos. Solo había que esconderse con
sigilo y dejarlos avanzar. Akele siente un gran orgullo por haber
sido más listo que Aja-mokoko y los suyos, capturados por una
partida de demonios blancos hace varias lunas, y a los que no se ha
vuelto a ver ni vivos ni muertos. Se dice que se los han llevado al
país de los narices largas, sin duda para devorarlos.
Akele,
Imba y los demás celebran su victoria con una fogata, asan la carne
que han cazado, cantan junto al fuego y luego se duermen.
Cuando
se despiertan, los guerreros de Wezi los rodean por todas partes y
blanden las porras que tienen incrustados dientes humanos.
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