11.2.14

LA CAZA (I)


Llegamos a la isla al atardecer. Las enormes hojas de los bananos envuelven la orilla en una tupida sombra. Arriamos el bote y nos encaminamos hacia la playa. Hay algo malsano en estas aguas blanquecinas, como iluminadas por una fosforescencia de origen desconocido. Los rostros de los marineros adquieren reflejos verdosos y cadavéricos, y una garra de hielo me oprime la garganta cuando nos acercamos a la selva. El follaje murmura sordamente, el silencio está cargado de susurros que pueblan el aire crepuscular. Anochece sin fuego, sin gloria, sin la bola del sol hundiéndose en el horizonte, sin dramatismo.
Es como si esa opacidad lechosa de las aguas fuese poco a poco contagiándose al cielo, propagándose a él como una mancha de humedad en una pared, como el moho en la blanca miga del pan.
El agua está enferma; el aire también. No se oye ni un solo grito de pájaro, ni un chillido animal. Sólo el sordo susurro de las hojas mecidas por el viento.
Ponemos pie a tierra y nos invade un vago sentimiento de inquietud. Parece como si algo acechara... algo que se escondiera entre la vegetación podrida y negruzca, que exhala un fantasmagórico vaho de humedad.
Fleury dirige el destacamento. Observo cómo el sudor empapa las axilas de su casaca, y también la espalda. No dice ni una palabra de queja, pero su rostro tenso y el labio superior que tiembla imperceptiblemente me revelan su angustia: le conozco muy bien, he ido observándole día tras día, semana tras semana, conozco sus debilidades y su insuperable cobardía. Estamos en sus manos y siento miedo.

***

Durante días, antes de llegar a la isla, sufrimos la calma chicha más espantosa desde que salimos del continente. Los hombres se peleaban por cualquier nimiedad, nerviosos e irritables, y se estaba haciendo cada vez más difícil controlarlos. Fleury parecía no enterarse de nada, absorto en sus cartas marinas, todo el día metido en su camarote. Intenté que me dijera cuáles eran sus planes para el desembarco, por qué desembarcar en la isla y no en el continente cercano, donde habíamos recalado otras veces, pero se limitó a contestarme con sequedad que eso no era de mi incumbencia. Los días pasaban lentos, calurosos, desesperantes... 
Yo debía haber zarpado con el capitán Havesham; sólo en el último momento supe que Fleury iba a sustituirle. Fleury no tenía muy buena fama desde que perdió una goleta en las Antillas Holandesas en circunstancias muy poco claras, pero la repentina indisposición de Havesham había puesto a los armadores en una situación difícil y se acogieron a él como último recurso. Embarqué muy a regañadientes. No me preocupaba demasiado la mala fama de Fleury: todos podemos tener un mal momento... Lo que sí me dolía era perder la oportunidad de navegar con Havesham, un hombre magnífico a quien ya conocía desde hacía años y con quien mantenía una relación de amistad y confianza. El propósito del viaje era el mismo de otras veces: un par de escalas en las costas africanas para recoger esclavos y luego llevarlos a las colonias de Nueva Inglaterra.

No hay comentarios: