MIEDOS: EL RECUERDO (1)
A veces notamos una sensación de desajuste, una sensación discordante que no sabemos cómo tomar. Hay un tiempo en el que se hunden las raíces de nuestra vida. Cuál es, no lo sabemos. Sólo que es anterior, muy anterior. Los ojos, ya no inocentes, tienen conciencia de que hubo otros tiempos, y ese recuerdo imposible (algo grabado en nuestra carne y que sin embargo desconocemos) duele ya de forma irremediable, eterna. No quisiéramos saberlo, pero, ¿cómo evitarlo? Una vez sabido, ese tiempo antiguo de un invierno glacial entre muros de piedra, de hierba recién cortada y de cielo tormentoso en el valle viene a mezclarse con las aceras y las calzadas llenas de coches, y algo muy extraño, una colisión sorda y terrible, convierte los caminos cotidianos de la ciudad en una espantosa ciénaga donde cada paso es un peligro.
Nos asaltan recuerdos imposibles de enormes casonas llenas de ecos y ruidos; durante siglos, nos dormimos con el sonido del ulular del viento y la lluvia violenta repiqueteando en el tejado.
Pasos misteriosos, gruñidos, tormentas, llamas, agua fría.
Ahora que todas las sensaciones se viven diferidas a través de pantallas y otras figuraciones mecánicas, un repeluzno de espanto nos eriza la piel esos días extraños en los que el pasado irrumpe de pronto, como una pesadilla antigua, con las sensaciones vivas y crudas, sin pulir.
Casi podríamos alcanzar con la mano esa herida, ese tiempo desgajado, y palpar la aspereza de la tela basta que roza la piel, y oír el chirrido del metal sobre la piedra y oler a fuego extinguido.
Sin embargo, se trata de una sensación ilusoria. El desligamiento es total. No se puede regresar al útero. Vivimos hace innumerables siglos. Esta terrible condena al presente es el colmo del dolor, el colmo de la soledad entre ráfagas tristes, como si lloviera sobre un coche abandonado.