27.1.10

EL PUENTE

Hay un puentecito de piedra sobre el río. Llueve y es verano y la tormenta ha sorprendido a los chicos en pleno campo. Corren felices y mojados. Es tarde, llegan tarde al colegio y el aliento forma una nubecilla al salir y la cartera pesa y las rodillas están rojas del frío. Alguien tira furtivamente algo desde el puente, a oscuras, un anochecer neblinoso o lluvioso o frío y gris. Una colilla, una carta arrugada, un paquete misterioso. El musgo ha invadido las piedras y arriba se oye el taconeo que se aleja, tras-tras, tras-tras. Una bicicleta desvencijada traquetea. Cesa de llover y salen a buscar caracoles con botas de agua y con impermeables de lona encerada y vuelven ya oscurecido a la luz de la linterna con las manos manchadas de baba brillante y las bolsas repletas. La tormenta de granizo rompió los brotes verdes y los desparramó por el suelo. Inundó los hormigueros y se llevó muy lejos sus depósitos repletos de hojas y semillas, y los excrementos de las cabras.
Bajo el puentecito de piedra se acumula el musgo y hay remansos donde el agua también lleva un vestido verde y viven los zapateros con sus zancos. Por encima del puentecito de piedra pasa una bicicleta desvencijada, pasan unas muchachas cogidas del brazo, pasa una moto, pasa un coche, pasa un hombre que silba con las manos en los bolsillos y tira una colilla, pasa un niño con su cartera camino del colegio, pasa una niña con el vestido recogido y el halda llena de cerezas, pasa un padre con un niñito subido a los hombros y contemplando el mundo desde esa atalaya feliz y segura, pasa una mujer corriendo aterrorizada, corriendo feliz y sonrojada, corriendo seria y concentrada, corriendo porque llega tarde.
La tormenta que ha ido fraguándose todo el día descarga con fuerza, pero ya se adivina el aire ozonado y limpio que dejará después y se respira mejor, a pesar de la inminencia de las ramas tronchadas y los arroyos que inundarán hormigueros y madrigueras.
Llueve sobre el puentecito de piedra y se moja, llueve otra vez, se seca, se vuelve a mojar, se vuelve a secar. Se hiela y reverdece, la niebla lo envuelve y de nuevo lo seca el sol. Se podría hacer una película en la que apareciese sólo el pequeño puente de piedra sobre el río, un pequeño fragmento de tiempo, de eternidad, por el que pasan las gentes, pasan sin cesar y nunca dicen nada. Sería bonito ver a los niños con sus caracoles, a la niña con sus cerezas, a la mujer que corría, al hombre que silbaba.

Rembrandt van Rijn, "Paisaje con un puente de piedra", 1638

12.1.10

ESTO ES EL SILENCIO

John Cage decía que el silencio no es ausencia de sonido, sino el conjunto de sonidos anárquicos, no deliberados, de la vida que nos rodea. Esos ruidos accidentales componen nuestra banda sonora.
Una tarde cualquiera de verano, a la hora de la siesta, en esta casa, en esta calle por la que no pasan coches, se oye de fondo esa banda sonora amortiguada. Desde el patio: dos radios o televisiones superpuestas, una con música ratonera, otra con una locutora que no para de hablar. La voz de Mahmud, el encargado de la pensión de abajo, que habla con alguien en árabe, trastea, luego pone la lavadora. Las campanas de la catedral.
Desde la calle: golpeteo de martillos y el chirrido de una radial a lo lejos, desde la obra de la casa de al lado. Una moto que pasa. Unos bajos (sólo los bajos) de una música machacona.
Una mañana cualquiera después de Navidad, en esta casa, en esta calle por la que no pasan coches, con los niños en el colegio, los adultos en el trabajo y los turistas en sus casas, ahora que es invierno y las ventanas están cerradas, se oye respirar a la propia casa: el zumbido monótono de la nevera, los leves chasquidos de la estufa, un ronroneo lejano que es la lavadora de algún vecino centrifugando, los crujidos de la vigas al caminar los vecinos de arriba, otro zumbido monótono, en otro tono, que es el ordenador encendido, mis dedos al teclear...

Esto es el silencio.